La imagen la pudimos ver todos el pasado fin de semana: Iñaki Urdangarin, junto a su abogado, descendiendo la rampa de acceso a los juzgados de Palma acompañado de los gritos y silbidos de una muchedumbre congregada para presenciar el acontecimiento como si de un espectáculo se tratase. Un descenso a los infiernos en toda regla. El escarnio público. Una reminiscencia de aquellos autos de fe del siglo XVII que tanto excitaban al personal, regocijo populachero mientras un puñado de judíos ardía en la hoguera. Y el yerno del Rey, mientras tanto, totalmente hierático y estirado, con ese porte que imprime la casa real. En los hogares españoles, a la hora de la comida, más de una madre soltó aquello de “menuda planta tiene el vasco”.
No voy a ser yo quien defienda ahora a Urdangarin. Como la inmensa mayoría de españoles, también me he mofado de su caída en desgracia. Es esa insuperable tendencia tan nuestra al chascarrillo fácil antes que al análisis profundo, a la búsqueda del aplauso rápido antes que la complicidad formada e informada. Pero Julia Otero lanzó ayer una interesante reflexión en Twitter: “El país más indulgente con tanta corrupción de tantos de pronto dirige toda su ira contra el yerno del Rey. ¿Es justo?”.
Y tiene razón al plantearse esa duda. ¿Por qué un país que concede mayorías absolutas a acusados de corrupción, que ve cómo sólo unos pocos políticos corruptos llegan a ser juzgados por sus delitos, dirige de repente toda su rabia y frustración contra una única persona, el yerno del Rey? ¿Hemos encontrado un chivo expiatorio y queremos ver correr la sangre (metafóricamente hablando) aunque sea en un miembro de la familia real?
No me malinterpreten. A tenor de lo publicado por los medios de comunicación, parece claro que Urdangarin se ha beneficiado económicamente de unas actividades cuando menos poco apropiadas para un miembro de la Casa Real. Será la justicia la que determine hasta qué grado esas actividades son constitutivas de delito, pero desde luego, el asunto tiene muy mal tufo.
Ahora bien, ¿por qué dirigimos tanta indignación contra Urdangarin y –relativamente- tan poca contra otros acusados de corrupción? Puede, como dice un amigo mío, que se deba a que los españoles nos hemos acostumbrado tanto a tener políticos de medio pelo que ya no nos sorprenden sus corruptelas. O puede que la explicación esté en ese gusto tan español por derribar a nuestros ídolos. Cuanto más alto llegan, más nos gusta que se hundan en el lodo, y el exjugador de balonmano había ascendido mucho en la escala social. Quizás demasiado como para no esperar embozados a la vuelta de la esquina con la navaja bien afilada y lista para hacer sangre al primer tropiezo del duquesito.