
Sentado, con los codos apoyados en las piernas y la mirada perdida en el suelo. Así se encontraba, dentro del vagón de metro. Sostenía entre las manos un sobre ancho blanco al que, de vez en cuando, lanzaba furtivas miradas, como si no creyera realmente que estaba allí, como si no supiera cómo aquel pedazo de papel había llegado a sus manos.
Sentado, pensó en su mujer, que acababa de encontrar un trabajo por seis meses como administrativa en una empresa de venta de material de oficina. Ahora que las cosas parecían ir un poco mejor, llegaba esto. Pensó en cómo daría la noticia a sus dos hijos. El mayor, de catorce años, era un chaval espabilado que sabría comprender la situación. El pequeño, de nueve, quizá no entendería bien lo que significaba todo aquello.
La carta giraba en sus manos mostrando alternativamente el anverso y el reverso. Odió con todas sus fuerzas aquella manera aséptica de transmitir las malas noticias. Un papel impreso escondido en un sobre blanco. Una forma despiadadamente cobarde de decir “se acabó”. Le quedaban doce días, según la carta, y luego…
Conocía a mucha gente que se había visto en la misma situación. Amigos, compañeros del trabajo, conocidos del bar al que acudía cada domingo a tomar el aperitivo… Gente que un día se encontró, como él, con un sobre entre las manos, sentado en un vagón de metro, o en un tren de Cercanías, o en un autobús urbano. Cambiaba el decorado, pero la angustia y la rabia eran las mismas. Y sabía lo que le esperaba. Sabía que se sentiría fracasado, que se deprimiría. Que por las mañanas el despertador ya no sonaría para él. Algunos acababan tan deshechos que se hundían en la autocompasión o en el alcohol. Otros, a fuerza de mirar la vida a la cara y de echarle narices, salían a flote. En lo que fuera, daba lo mismo. El caso era seguir adelante.
Veintisiete años levantándose todos los días a las seis de la mañana. Veintisiete años recubriendo sus manos con la grasa de máquinas que montaban piezas de motor y arrancaban dedos si uno no estaba atento. Veintisiete años trabajando nueve horas diarias, con un mes de vacaciones, convertido en un autómata domesticado a fuerza de repetir todos los días la misma rutina. Veintisiete años que se acabarían en doce días.
Una mujer que estaba sentada junto a él se levantó en Vinateros y dejó sobre su asiento un manoseado diario gratuito. Cogió el periódico, lo abrió y se le llenaron los ojos de lágrimas. Un banquero se acababa de jubilar con una pensión de 52 millones de euros.
Sentado, pensó en su mujer, que acababa de encontrar un trabajo por seis meses como administrativa en una empresa de venta de material de oficina. Ahora que las cosas parecían ir un poco mejor, llegaba esto. Pensó en cómo daría la noticia a sus dos hijos. El mayor, de catorce años, era un chaval espabilado que sabría comprender la situación. El pequeño, de nueve, quizá no entendería bien lo que significaba todo aquello.
La carta giraba en sus manos mostrando alternativamente el anverso y el reverso. Odió con todas sus fuerzas aquella manera aséptica de transmitir las malas noticias. Un papel impreso escondido en un sobre blanco. Una forma despiadadamente cobarde de decir “se acabó”. Le quedaban doce días, según la carta, y luego…
Conocía a mucha gente que se había visto en la misma situación. Amigos, compañeros del trabajo, conocidos del bar al que acudía cada domingo a tomar el aperitivo… Gente que un día se encontró, como él, con un sobre entre las manos, sentado en un vagón de metro, o en un tren de Cercanías, o en un autobús urbano. Cambiaba el decorado, pero la angustia y la rabia eran las mismas. Y sabía lo que le esperaba. Sabía que se sentiría fracasado, que se deprimiría. Que por las mañanas el despertador ya no sonaría para él. Algunos acababan tan deshechos que se hundían en la autocompasión o en el alcohol. Otros, a fuerza de mirar la vida a la cara y de echarle narices, salían a flote. En lo que fuera, daba lo mismo. El caso era seguir adelante.
Veintisiete años levantándose todos los días a las seis de la mañana. Veintisiete años recubriendo sus manos con la grasa de máquinas que montaban piezas de motor y arrancaban dedos si uno no estaba atento. Veintisiete años trabajando nueve horas diarias, con un mes de vacaciones, convertido en un autómata domesticado a fuerza de repetir todos los días la misma rutina. Veintisiete años que se acabarían en doce días.
Una mujer que estaba sentada junto a él se levantó en Vinateros y dejó sobre su asiento un manoseado diario gratuito. Cogió el periódico, lo abrió y se le llenaron los ojos de lágrimas. Un banquero se acababa de jubilar con una pensión de 52 millones de euros.