
Eso es lo que son: unas elecciones de saldo. Con candidatos ‘made in Taiwan’ y mensajes para cerebros con encefalograma plano. No es ningún secreto que Rajoy tiene poco tirón entre sus propios votantes, de igual forma que Rubalcaba no excita a la parroquia socialista. No hablemos de Cayo Lara, ese señor con pinta de agricultor –que es lo que es-, o de Duran i Lleida, quien tan pronto aporrea una batería como fustiga a los homosexuales y a los moros. Rosa Díez es demasiado estridente, y la pareja Uralde-Sabanés (Bud Spencer y Terence Hill) no tiene visibilidad.
Así que mañana muchos iremos a votar más por tradición que por convicción. Porque lo es que es ilusionar, ninguno de los candidatos lo hace. Tampoco es que la coyuntura ayude. Gane quien gane, nos esperan unos años más bien durillos. ¿Cómo vas a ver con ojillos tiernos a tu candidato, si sabes que te la va a clavar en el momento menos esperado? Ante semejante panorama, mañana más que votar, iremos a dar el pésame a nuestro maltrecho estado de bienestar.
Habrá quien piense que para eso es mejor quedarse en casa. Abstenerse. No votar. Mandar a los políticos a freír espárragos. Postura respetable pero, a mi juicio, equivocada. Primero, porque la democracia es el mejor sistema político posible, o el menos malo. Y democracia significa elegir libremente una opción política. Significa mucho más, desde luego, pero sobre todo, tener la capacidad de elegir. Y segundo, porque abstenerse supone dar la razón a todos los que piensan que lo importante no es lo que digan los votos, sino lo que digan los mercados y la famosa ‘prima de riesgo’. Y no, por mucho que los mercados o Alemania nos impongan medidas de ahorro, no es lo mismo que las aplique un partido u otro.
Por eso yo mañana votaré, aunque no me enamore mi candidato y sus eslóganes de campaña me den risa. Votaré porque mientras no se demuestre lo contrario, en España mandan mi voto, el tuyo y el suyo, y no un bono alemán o un fondo de inversión japonés. Reflexionad sobre eso.