A pesar de que la crisis financiera mundial ha centrado casi en exclusiva las últimas propuestas y debates electorales en Estados Unidos, uno de los aspectos más interesantes que se ha planteado en la presente campaña electoral americana es la reforma necesaria del sistema de salud del gigante norteamericano.
Para quienes no están familiarizados con la cuestión, conviene explicar antes de nada que el sistema sanitario estadounidense no tiene nada que ver con el español. Aquí disfrutamos de un sistema de salud público que financiamos todos con nuestros impuestos y al que todos los trabajadores –y sus familias dependientes- tienen acceso. Además, los ciudadanos tienen la posibilidad de contratar seguros médicos privados sin perder por ello el derecho a la atención pública gratuita. Mención especial merecen los funcionarios, que tienen su propio sistema de cobertura sanitaria (MUFACE en el caso de los funcionarios civiles; MUGEJU para los funcionarios judiciales; e ISFAS para los miembros de las Fuerzas Armadas).
En Estados Unidos, por el contrario, no existe un sistema sanitario público que cubra al 100% de la población. En este país, la asistencia sanitaria se basa en la sanidad privada y, concretamente, en la figura del seguro médico privado que proporcionan las compañías aseguradoras. Una reforma introducida en 1954 por el presidente Eisenhower permitió a las compañías deducir de los impuestos federales sobre la renta la contribución que realizan a los planes de atención médica de sus empleados. Esto permitió que un gran número de empresas decidieran ofrecer a sus empleados planes de atención médica que forman parte de la retribución que obtienen. Según algunas estimaciones, alrededor de 160 millones de ciudadanos estadounidenses obtienen actualmente su atención médica privada a través de los seguros proporcionados por las compañías en las que trabajan. Hay que resaltar que en esta cifra están incluidos no sólo los trabajadores, si no también, en muchos casos, sus familias.
El resto de la población que no disfruta de los seguros proporcionados en el lugar de trabajo tiene básicamente dos opciones: acogerse a alguno de los dos planes de atención gratuita que existen en EEUU (Medicare, para personas mayores de 65 años, y Medicaid, para personas con pocos recursos económicos) o bien contratar un seguro de salud privado, que generalmente suele ser más caro que uno seguro de empresa y, además, suele tener menos coberturas e implica un mayor copago por servicios. En total, se calcula que en Estados Unidos hay alrededor de 47 millones de ciudadanos sin seguro médico que dependen, por lo tanto, de una sanidad pública que, como puso de manifiesto el caso de Esmin Green, presenta graves deficiencias.
Tanto John McCain como Barack Obama han presentado propuestas para la reforma del sistema sanitario estadounidense. Aunque ninguna de ellas supone una revolución total del modelo actual, su implantación podría tener importantes implicaciones para la salud de los estadounidenses. Por eso, las analizaremos con un poco más de detenimiento próximamente.